miércoles, 19 de junio de 2019

LOS CHICHARRONES




En el año 1968, trabajaba en El Junquito, colegio San José km 13; yo me bajaba en el kilómetro 12 y caminaba ese trayecto que no me pesaba, primero porque era muy joven, segundo había neblina bastante, veía como un metro nada más, hacía mucho frío y me podía ir solita caminando por toda esa carretera, sencillamente porque no había peligro de ningún tipo.  
Llegaba a la escuela, cumplía con mi horario de trabajo desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde, dos turnos, me pagaban cuatrocientos cincuenta bolívares y cincuenta se quedaban para mi almuerzo diario durante un mes. 
En esa escuela había mucho latinoamericano, una niña cubana me regaló un cuarzo, me contó que estaba en la ventana de su apartamento, vivía en Vista Alegre, Caracas, cuando vio que venía bajando del cielo una luz y cayó en el jardín de los edificios.  
Amalia bajó corriendo las escaleras, tenía 15 años, y se encontró con tres piedras transparentes en un hueco en el suelo, las repartió así: una para su mamá, una para ella y una para su maestra; aún la conservo, es una piedra muy preciada que dividí en dos partes también. 
Pero lo que estaba recordando no era esto; mi abuelita me esperaba en el balcón donde vivíamos alquilados en Barrio Unión de Artigas, con pellejitos de carne, porque hacía sopa todos los días, salados, en un platico, cuando ella veía que yo me bajaba del autobús, se iba aprisa a la cocina, calentaba el sartén, ponía a freir los pellejitos y cuando yo abría la puerta de la casa, ella me entregaba el plato y yo me disfrutaba los chicharrones en la sala, ya que, ni siquiera llegaba hasta la cocina. 
Con cariñitos diarios como ese quién no va a querer y adorar a una abuela preocupada de consentirme constantemente, además que yo fuí su maletica de viaje, durante toda la vida, ya que no me dejaba en ninguna parte.

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Gracias abuela por tus querencias

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