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sábado, 7 de agosto de 2021

40 y 20, COMO LA CANCIÓN

En el siglo XVIII, la familia Bolívar habitaba Caracas, incipiente población situada al norte del continente, en un valle de clima suave, atravesado por cuatro pequeños ríos y enclavado a mil metros de altura sobre el nivel  del mar. La ciudad tenía entonces, entre cuarenta y cuarenticinco mil habitantes, contando los negros, los blancos, los indios y los pardos, separados entre sí por un rígido concepto de casta, que había venido instaurándose gradualmente durante la Colonia. 

Como todas las poblaciones de fundación española, estaba formada por calles largas, no muy anchas y rectilíneas, cortadas por otras perpendiculares; la mayoría de las casas eran bajas, por el temor de la población a los frecuentes temblores ? las de los arrabales, de tierra,  sostenidas por armaduras de madera, y las de los barrios centrales de gruesos muros de tapia pisada o mampostería y construídas en medio de solares, adornados con palmeras, naranjos o tamarindos.
Por estos tiempos, el principal de los miembros de la familia Bolívar, Don Juan Vicente, habitaba en su mansión señorial de la plaza de San Jacinto. Su vida, iniciada como la de tantos ricos herederos, sin otras preocupaciones que los transitorios problemas propios del manejo de su fortuna, le permitió saborear tempranamente, tanto en Caracas como en Madrid, los encantos de una existencia fácil, los cuales aflojaron su voluntad y borraron de su espíritu todo anhelo distinto de aspirar sin usura y si se quiere desordenadamente los placeres que su posición ponía con demasiada frecuencia a su alcance. Los años transcurrieron para él en esa placidez, donde naufragaba toda necesidad de cambio y las energías de la personalidad se embotan en el enervante goce de los sentidos. Solo a los cuarenta y seis años, cuando los primeros síntomas de la senectud le dejaron advertir los inconvenientes de la soledad, comenzó a pensar seriamente en casarse. Y si se tiene en cuenta la diferencia de edad que le separaba de doña Concepción Palacios y Blanco, su futura esposa, quien contaba entonces 15 años, no puede entonces descartarse la posibilidad de una de esas alianzas, tan frecuentes en aquellas épocas, en las cuales la influencia de las familias tenía tanta o más importancia que la voluntad de los contrayentes. Las crónicas hablan de la singular belleza de doña Concepción, mujer de instintos recios, sólo reprimidos superficialmente por la severa educación  acostumbrada en la colonia para la mujer. Impulsada por un imperioso anhelo de vida, ambiciosa de éxitos cuya naturaleza no estaba bien definida en su mente. La vida que le tocó llevar dejó en su espíritu el confuso sentimiento de algo inacabado, que puso una nota de insatisfacción en el tranquilo sucederse de su existencia y le impidió siempre entregarse totalmente  a las realidades y afectos de su propia vida.
Este matrimonio puede considerare feliz, ella con la virtud de no sobrepasar ciertos límites, y él se sintió siempre orgulloso de sus triunfos sociales. En sus hijos se repartieron las características de estos dos temperamentos: Juan Vicente y Juana fueron tranquilos y suaves como el padre, María Antonia y Simón, impetuosos como la madre.
La ausencia de la madre durante la niñez de Simón dejó marcada una huella que le hacía guardar silencio a Simón respecto a su madre, en cambio se llenaba de ternura con la Negra Hipólita e Inés Manceba de Miyares que lo atendieron y actuaron como sus verdaderas madres con creces y mimos excesivos y amorosos, ya que no hubo capricho, ni solicitud que ellas no estuvieran pronto a satisfacer, circunstancia que tiene importancia para la formación del futuro Libertador.
Don Juan Vicente fallece en 1786, deja a cargo a doña Concepción con todas las responsabilidades, pero ella también, por la debilidad que ejercía su enfermedad  lo entrega  antes a su Curador ad-liten Don Miguel José Sanz, para ver si le controla el genio, aunque fallece después en 1792 cuando él niño tiene nueve años de edad, además  le había entregado un ayudante de por vida llamado José Palacios, su edecán, seis años mayor que Simón, el cual prometió a la madre en su lecho de muerte de no separarse del Libertador nunca, misión que cumplió  hasta el final. 
Triste y dolorosa historia de separación y de entregar una responsabilidad que cumplió desde los 15, creo, si no saqué mal la cuenta hasta los 53 años, huy eso  si es triste. Me imagino su soledad, aflicción y lágrimas constantes al contar las proezas de Bolívar, cuya muerte fue muy joven de 47 años.
Texto extraído del libro Bolívar de Indalecio Liévano Aguirre y de la web