Los niños estaban pequeños, uno a año y medio, aún usaban pañal, pero la tremendura subía con el calor del termómetro, todo era risas y jolgorio, nos reíamos y divertíamos con cada ocurrencia que se suscitaba en esas mentes en crecimiento.
No habían botado los chupones y cuando escuchaban música en la radio, ya empezaban a dar pasos de baile, sobre todo Gabo que venía entrenado de su casa en Caracas, me imagino que por el padre y estaba enseñando a Gabi.Pero llegó mi cumpleaños y me fue comprada una exquisita torta de chocolate, como de dos kilos, que repartimos entre nosotros y más de la mitad había quedado en la nevera para ir degustando sus sabores poco a poco.
Me recosté un rato y no había ruidos proveniente de niños alborotando, Andrea estaba en su computadora, volteo a la derecha y veo a dos criaturas con la nevera abierta, comiendo torta con las manos,agarraban los pedazos con sus manitas, todo lo que podían y se lo llevaban a la boca, a cada bocado suspiraban y se saboreaban, con la lengua mocha tenían este diálogo y se empujaban para que a cada quien le tocara un pedazo de torta: _¡Ve tú!, _¡Ya!, ¡ahora me toca a mí!, -¡Anda, come!, _¡Yo voy ahora!. Así que, me devolví a mi cuarto, tomé mi celular, me coloqué a su lado, no me percibieron. Esto era lo más cómico del asunto, que yo estaba al lado de ellos fotografiándolos, cambiaba de lugar a cada rato, y los niños sólo entusiasmados con la torta, y hablando del turno de cada uno y a mi no me veían, en vista de que no se detenía su comilona, pegué un grito, que más que grito fue una carcajada:¡AJÁ! ¡LOS CACÉ!.
En menos de lo que canta un gallo han salido corriendo para cualquier parte hasta que se encontraron los dos en la puerta de salida al patio interno y les tomé la penúltima foto, porque después de ahí se fueron a sus habitaciones y se quedaron profundamente dormidos haciendo digestión de la torta que se desapareció por completo.
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