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viernes, 25 de diciembre de 2020

MURACHÍ Y SU PRINCESA


 El cacique Murachí de la tribu de los caribe, mocotíes que habitaban un sitio escondido entre las montañas, llamado Murrupuy, defendió a su pueblo de los ataques españoles, pero se vio obligado a desplazarse a otras  regiones, después de poner a salvo a su esposa la princesa Tibisay, ya que siguió enfrentándose a los españoles hasta morir en batalla (Esta es la versión recopilada de Almanaque Mundial) 

La siguiente versión es la del estado Mérida, Dirección de Cultura: 

Murachí era ágil y valeroso, más que todos los indios de la tribu, su brazo era el más fuerte, su flecha la más certera y su plumaje el más vistoso, por lo que cuando les tocaba el caracol en lo alto del cerro, sus compañeros empuñaban las armas y le seguían, dando gritos salvajes seguros de la victoria. Murachi era el primer caudillo de las Sierras Nevadas,  Tibisay su amada, era esbelta como la flexible caña  del maíz, era de color trigueño, ojos grandes melancólicos, de abundante cabello, por eso eran para ella los mejores lienzos del Murripuy, el oro más fino de Aricagua y el plumaje del ave más rara de la montaña; ella había aprendido, mejor que sus compañeras los cantos guerreros y las alabanzas del Ches, por ello en los convites y danzas dejaba oir su voz, ora dulce y cadenciosa, ora arrebatada y vehemente, exaltada por la pasión salvaje. "Huye, huye 


Tibisay nosotros vamos a combatir; los terribles hijos de Zuhe han aparecido ya, sobre aquellos animales espantosos, más ligeros que la flecha: mañana será  invadido nuestro suelo y arrasadas nuestras siembras. ¡¡Huye!!, ¡¡Huye!! Tibisay nosotros vamos a combatir; pero antes  ven mi amada y danza al son de los instrumentos, reanima nuestro valor con la melodía de tus cantos y el recuerdo de nuestras hazañas". La danza empezó en un claro bosque, triste y monótona, como una fiesta de despedida, a la hora en que el sol, enrojecido en el ocaso, esparcía por las verdes cumbres sus ùltimos reflejos. Pronto brillaron las hogueras en el cìrculo del campamento y empezaron a despertar, con las libaciones del fermentado maìz, los corazones abatidos y los ìmpetus salvajes. Por todo el bosque resonaban ya los gritos y algazara, cuando cesó de pronto el ruido y enmudecieron todos los labios, Tibisay apareciò en medio del círculo, hermosa a la luz fantástica de las hogueras, recogida la manta sobre el brazo, con la mirada dulce y expresiva, el continente altivo, lanzó tres gritos graves y prolongados, que acompañó con el sonido el fotuto sagrado y luego extasió a los indios con la magia de su voz. 


Este es el canto de los guerreros de Mucujún". "Corre veloz el viento; corre veloz el agua; corre veloz la piedra que cae de la montaña" "Corred guerreros; volad en contra del enemigo; corred veloces como el viento, como el agua, como la piedra que cae de la montaña".

"Fuerte es el árbol que resiste al viento; fuerte es la roca que resiste al río, fuerte es la nieve de nuestros páramos que resiste al sol".

"Pelead guerreros, pelead, valientes, mostraos fuertes, como los árboles, como las rocas, como las nieves de la montaña".

"Este es el canto de los guerreros del Mucujún".  

 Un grito unánime de bélico entusiasmo respondiò a los bellos cantos de Tibisay, concluida la danza, Murachì acompañò a Tibisay por entre por entre la arboleda sombría, no había ya más luminarias que las estrellas titilantes en el cielo y las irradiaciones intermitentes del lejano Catatumbo.

 Ambos caminaban en silencio con el dolor de la despedida en la mitad del alba y temeroso de pronunciar la postrera palabra:¡ADIOS! 

Hay un punto en que los ríos Milla y Albarregas corren muy juntos casi en su origen. Los carros ofrecen allì dos aberturas, a corta distancia una de otra, por donde los dos ríos se precipitan, siguiendo cañadas distintas para juntarse de nuevo y confundirse en uno sólo, frente a los pintorescos campos de Liria, besando ya las plantas de la ciudad florecida, la histórica Mérida. En aquel punto solitario encubierto por los estribos de la serranía que casi lo rodean en anfiteatro, Murachí tenìa su choza y su labranza         -¡Tibisay!", dijo a su amada el guerrero altivo, _"Nuestras bodas serán mi premio si vuelvo triunfante, pero si me matan, huye Tibisay, ocúltate en el monte, que no fije en ti sus miradas el extranjero, porque serías su esclava".


El viento frío de la madrugada llevó muy lejos a los oídos de Murachí los tristes lamentos de la infortunada india, a quien dejaba en aquel apartado sitio, dueña ya de su choza y su labranza, cuando la primera luz del alba coloreó el horizonte, por encima de los diamantinos picachos de la Sierra Nevada, resonó grave y monótono el caracol salvaje por el fondo de los barrancos que sirven de foso profundo a la altiplanicie de Mérida, los indios, organizados en escuadrones, estaban apercibidos para el combate.

Pronto se divisó a lo lejos un bulto uniforme que avanzaba por la planicie, el cual fue entendiéndose y tomando formas tan extraordinarias a los ojos de los indios que el pánico paralizó sus movimientos por algunos instantes, pero a la voz del caudillo, la turba se precipita, como desbordado torrente prorrumpiendo en gritos horribles y llenando el aire con sus emponzoñadas flechas; 



Murachí iba a la cabeza, blandiendo en alto la terrible macana y transfigurado el rostro por el furor, cuando una súbita detonación detiene a los indios, palidecen todos llenos de espanto, se estrechan unos contra otros, dando alaridos de impotencia, y bien pronto se dispersan, buscando salvación en el borde de los barrancos, por donde desaparecen en tropel.


Sólo Murachí rompe su macana en la armadura del que fuera conquistador, sólo el bravo Murachí ve de cerca aquellos animales espantosos que ayudaban a sus enemigos en la batalla, pero también sólo él ha quedado tendido en el campo, muerto bajo el casco de los caballos.

El clarín castellano tocó victoria y la tierra toda quedo bajo el dominio del Rey de España; cerca de las márgenes del apacible Milla, en aquel sitio apartado y triste, abrióse un hoyo al pie de la peña para sepultar a Murachí, con sus armas, sus alhajas y las ramas olorosas que Tibisay cortó en el bosque para la tumba de su amado.


Tibisay vivió desde entonces sola con su dolor y sus recuerdos en aquella choza querida, sus cantos fueron de ahora en adelante, tristes como los de una alondra herida. Los indios la admiraban con cierto sentimiento de religioso cariño y la colmaban de presentes, era para ellos un símbolo de su antigua libertad y al mismo tiempo un oráculo que consultaban sigilosos. Ya los españoles señoreaban la tierra y gobernaban a los indios, sólo Tibisay vivía libre en la garganta de aquellos montes o entre las selvas de sus contornos, pero era un misterio su vida, algo como un mito de los aborígenes, que atraía a los españoles con el fantástico poder de las ficciones poéticas. Ningún conquistador había logrado verla todavía, sin embargo, nadie ponía en duda su existencia, decíanle los indios que era una princesa muy hermosa, viuda de un guerrero afamado, a quien había prometido vivir escondida en los montes mientras hubiese extranjeros en sus nativas sierras.


Era un encanto la voz de la fugitiva, que los cazadores oían de vez en cuando por aquellos agrestes sitios, como el eco de una música triste que hería en la mitad del alma y hacia saltar las lagrimas. En sus labios el dialecto muisca, su lengua nativa, sonaba dulce y melodioso y no era menester entenderlo para sentirse conmovido el corazón.



Fuente: Revista El Cojo Ilustrado, No. 148, Caracas, 15 de febrero de 1898 / Biblioteca Popular Turismo Andino, Tomo 5.