En mi época de internada en el colegio de las monjas Adoratrices, pues llegué con una buena condición, que fue la de que sabía leer bien, por lo que me libré de realizar labores del hogar, muchas labores de cocina, como lo eran cocinar, fregar platos, cubiertos, recogerlos, pasar coleto. ¡Uy!, ¡una olla de cubiertos!, ¡unas rumas de platos!, ¡pocillos!, ¡platicos de postre!; ¡eso era un horror!, que nunca ví de cerca, sino de lejitos cuando escuchaba ese zaperoco que estaban limpiando, mientras yo consumía mis alimentos con toda la calma del mundo.
Quedaron las monjas y las novicias encantadas con mi lectura, y de allí en adelante, me encomendaron que leyera en el desayuno, almuerzo y cena, peeero yo no estaba contenta con esa deferencia tan fastidiosa, y entonces empecé a maquinar cómo quitarme esa molestia de encima, y me dí a la tarea de leer como si me estuvieran persiguiendo, sin comas, puntos ni señales. Las monjas al escucharme con esa ametralladora, llegaban ante mí y me decían dulcemente: _Josefina, no corras tanto, mira que cuando escuchamos una palabra y queremos analizarla, ya tenemos 20 más que no hemos identificado, por favor hazlo con calma.